Hace unos años, cuando aún me podían considerar un niño, mientras mi madre lavaba la ropa en el lavadero del pórtico, mi padre comentándole no sé que cosas de su trabajo, interrumpió con sobresalto “mira amor, una ardillita. Allí junto al ciruelo”, a lo que mi madre respondió enérgicamente mientras azotaba la ropa sobre el charquito de agua y espuma, “¡cuál ardillita si es una rata!”. Mi padre, en sandalias y short, con su acostumbrada voz imperativa, cual capitán de guerra que manda a uno de sus soldados, me ordena “mátala, rápido”, a lo que tomé con rapidez y habilidad la escoba y me hice pendejo. En ese momento recordé todo lo que había aprendido en mi enciclopedia ilustrada de animales, lo que más recuerdo es el repugnante aspecto que tienen los roedores al parir, recuerdo que su escasa, casi nula, estructura ósea les permite ser viajeros subterráneos y poder pasar casi por cualquier mínimo de espacio. Mi padre, entre enfurecido y ejemplar, opta por matarla como demostrando su rango de capitán mayor, la persiguió con una determinación que parecía tratarse de comida en tiempos del homo erectus. La imagen martillada en mi memoria se encuentra asociada con la muerte de la supuesta rata-ardilla, el pie desnudo de mi padre parecía hundirse, como ser devorado por la inmensamente informe consistencia del animal, sendo pisotón que propició mi padre ante el frenético intento de huida de lo que a mí siempre me pareció un topo gigante, ante el fangoso pisotón de la sandalia que ya ni se podía ver, la cabeza del animal, quién sabe cómo, giró clamando venganza antes de la muerte, con un grito tan agudo que en esa misma pudo escupir unos dientecillos, igual de agudos, que terminaron incrustados en el dedo gordo del pie de mi padre. El topo gigante, con sus características particulares, murió a grito de su venganza y mi padre lo inyectaron en una clínica.
Para los topos gigantes, música para quedar ciego. Música que hace rizomas.
“Las personas a las que yo pertenezco, las que incluso encuentran repulsivo un topo corriente, hubieran muerto con seguridad de repugnancia si hubieran visto el gigantesco topo que hace algunos años fue visto en las cercanías de un pequeño pueblo, que adquirió pronto efímera fama.” Franz Kafka, El maestro del pueblo (El topo gigante), 1914.
Un saludo.
O SFa